Lleva más años en pie que Jordi Hurtado. Un espejismo ‘vintage’. Habitual de los ránkings “con solera” de Barcelona. De esas barras de toda la vida, con cañas, codos, palique de barrio. Ahí siguen las mesitas de mármol, los barriles de madera, un par de tragaperras, ollas en la cocina haciendo chup-chup. Hay escudo del Barça de ganchillo y hasta foto de Maradona con la camiseta de ‘No drugs’. Aquí la gente lee el periódico, no el móvil. Se desayuna con cuchara y tenedor. Saludan con la cabeza al pasar por tu mesa.
Solía ser el cuartel general del barrio. Templo histórico de ‘esmorzars de forquilla’. Bodega Gol (Parlament, 10). Se ha convertido en la aldea gala de Sant Antoni, tan irreductible al invasor como Astérix y Obélix. Ahí sigue, oliendo a capipota, a callos, a caracoles y fricandó. A sus 80 años vuelve a sobrevivir a un traspaso en tiempos de especulación.
“Intentamos darle una continuidad al proyecto –garantizan Setxi y Eduard-. Continuar los 80 años de historia”. Aún van de aquí para allá con sonrisa de estreno. Han reabierto hace poco más de un mes. Son amigos de toda la vida. “Nos conocemos de BUP –resoplan-. De una cosa que ya no existe”. 53 años. “Somos casi pareja de hecho”, se ríen. Se están haciendo una casa uno al lado del otro. Amigos, casi vecinos, empresarios, ahora socios. Es su primer proyecto juntos. Eduard Jarque se dedica a la promoción inmobiliaria, Sergi – Setxi- Fernández es ‘business angel’ (está detrás, entre otros negocios, de Ultramarinos Marín y Cafè del Centre). Pero cuando les brillan los ojos es al hablar de comida. Los dos han pasado por la Hofmann. “Yo es que tampoco tengo muchos temas de conversación –sonríe Setxi-. O estoy en la cocina o soy un aburrido”.
Un día vieron que la Gol se traspasaba. “¿Sabes algo de la Bodega Gol?”. Edu le preguntó a Setxi y Setxi, a Enric. Enric Rebordosa, aparte de amigo, es uno de los socios del Grup Confiteria. “Arqueólogos de bares”, los llaman. Han recuperado un interminable etcétera de locales emblemáticos. “Yo estoy ayudándoles”, se quita hierro él. “Si no lo tuviésemos cerca –le corrige Setxi-, no nos hubiésemos lanzado”. Se lanzaron. “Compartimos con Enric ese punto de romanticismo –apunta Setxi-, de que hay cosas que no se pueden perder”.
Se intuyen los guiños de Enric al ver una de las paredes, ahora llena de recuerdos futboleros enmarcados. ‘Remember’ de chascarrillos célebres. Hay una foto de Figo, de cuando se fue al Madrid, con 30 monedas de 25 pesetas, a lo Judas en versión noventera. Presidentes de los de antes, de jacuzzi, y caballos Imperiosos: Jesús Gil, Ruiz Mateos, Mendoza, Núñez, Lendoiro. Un casete con chistes de pelotas de Santi Sans. Y Vinnie Jones, “el jugador que expulsaron más rápido en un partido: ¡3 segundos!”. Te explican las fotos como quien recuerda a la familia. “Mira, la butifarra mítica de Schuster en la Copa del Rey”, la del 83. “Esto debe de ser 1915 –ahora te señalan una foto en blanco y negro-. En 3 o 4 campos alrededor de la Sagrada Família es donde jugaban el Europa y el Espanyol”.
“¡¡¡Esto es una cocina!!! –Josep Maria Gol se emociona al entrar por primera vez en la cocina reformada de su bodega-. Es un orgullo. Es donde yo me he criado”. No es una metáfora. Él nació en el altillo. Tiene “más años que una panda de loros”, que dice él. 76, se jubiló hace 4. Es la tercera generación Gol, el apellido goleador del letrero. Vive en el piso de arriba de la bodega. Se sigue parando cada mañana en la puerta a pelearse un rato con Eric, el camarero. Hoy es la primera vez que entra hasta la cocina. ¿Que qué siente? “Un orgullo bárbaro. Es que… –se le empañan los ojos-. Mi ilusión era el Gol y mi mujer. Mi mujer me ha faltado, pues ya solo me queda el Gol”. Se recompone en 2 segundos. “Y voy a contar una historia”, avisa. Lo mismo te suelta un chascarrillo de la mili, de las vacas locas, del letrero que les pintó a mano un tipo al que llamaban el Sorolla. “Un figura”, resopla. “La gente ha perdido el valor del pasado. Tienes que saber de dónde vienes”.
El cocinero peluquero
En esta cocina no se cortan un pelo, pero podrían. Roger Solé era peluquero hasta hace dos años. “Quinta generación de barberos”, dice de carrerilla. Desde 1853, 30 años de oficio. “Una cosa es la que sabía hacer más –se encoge de hombros- y la otra es lo que más me gustaba, que era la gastronomía”. Habla de cocina con pasión de enamorado Disney. Hiperventila al ir al mercado. Ha ido a todos los de Barcelona, promete, a los 39. “De producto sabe como nadie”, garantizan los nuevos socios de la Gol. Sí, se le intuye un perfeccionismo a prueba de Chicotes.
Roger se arruinó, cambió de oficio, hace dos años que se estrenó en Colmado Wilmot. No fue fácil, no. “No sabía nada de trabajar en una cocina –resopla-. Los peores 6 meses de mi vida”. Pero siguió, aprendió. “La pasión”, insiste ahora entre cazuelas de capipota y callos con mucho chup-chup. Hace un mes que le ficharon para la renovada Gol. “Es la cocina que yo sé hacer, que a él le gusta cocinar”, señala a su mano derecha, Rodrigo Castillo. Es un peruano sin querencia al cilantro, también con doble oficio. Él estudió ingeniería industrial, 31 años. “Debo de ser de los pocos cocineros peruanos que hay aquí que siente tanta pasión al hacer un capipota”, sonríe. Ese es su secreto a voces: “Hacer las cosas con amor –dice-, como si lo hicieras para tu familia”. Roger asiente al lado. “Hacemos el amor con las ollas”.
En la barra sigue Eric. 20 años en restauración. “No solo conoce el nombre de todos los vecinos –te lo presentan-. Conoce el nombre de los perros de los vecinos”. Todos se desvían a verle. Eric se encoge de hombros y te enseña un bote con chuches bajo la barra.
“Mi padre era más cachondo todavía –añade anecdotario retro Josep Maria-. Entonces el transporte se hacía con carros y caballos. Y todos los caballos paraban aquí. Porque mi padre les daba carquinyolis con barrecha, que era cazalla con moscatel”.
“Cuesta mucho mantenerse”, confirmará al otro lado de la calle Parlament otra vecina con apellido histórico: Ivonne Sirvent. Ahí sigue la horchatería Sirvent, también desde 1943. “Poco queda más”, lamenta ella. “El barrio ha cambiado”, aprovecha para denunciar. “Mucha indigencia”. Solo hay que pararse dos minutos a la puerta para confirmarlo.
“Y voy a contar una historia”. Josep Maria Gol ahora recuerda el entierro de su padre. “Entonces no había tanatorio y lo pusieron aquí”, y señala las mesas del local ante una hilera de bocas abiertas.
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