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Convirtiéndome en mujer sin ella

Convirtiéndome en mujer sin ella


Mi madre me dijo que no comenzara a rasurarme las piernas sin antes decírselo. La desobedecí. Era noviembre y ya casi de noche cuando, con 11 años, me di cuenta de que había una rasuradora, morada y oxidada, que me llamaba en la regadera.

Todas las piernas de mis amigas eran lampiñas. Yo era la última, me sentía avergonzada y estaba cansada de esperar.

Faltaba una hora antes de la cena de Acción de Gracias y habían pasado diez días desde que mi madre había muerto de un tumor cerebral. El vello de mis piernas empezaba a enroscarse, y yo quería tener espinillas lisas. Con las manos temblorosas, pasé la rasuradora por mis piernas.

Después, sentada entre mi abuelo y mi tío, mientras comía grandes cantidades de papas y tarta, los pequeños cortes que me había hecho en las piernas comenzaron a sangrar por debajo de mis pantalones de mezclilla.

Ahora uso la rasuradora con seguridad, pero la sangre aún sale cuando uso pinzas, arranco el vello o me depilo con cera. Mi madre, pediatra, una vez me explicó, mientras me sentía incómoda frente al espagueti que estaba comiendo en la mesa del comedor, que también sangraría cada mes. Sin importar lo mucho que quisiera ser hermosa, un sentimiento a veces extremo y a veces sin importancia, la belleza requiera esfuerzo y sangre.

Solo recuerdo algunas de las otras instrucciones de mi madre. Siempre juzga a un hombre por sus zapatos. Jamás permitas que nadie te diga que ser hombre es mejor que ser mujer. La única ventaja que tienen los hombres sobre las mujeres es que pueden orinar de pie.

Me asusta que solo puedo recordar unas cuantas de esas frases. A menudo temo que algún tipo de sabiduría excepcional y sutil haya salido de sus labios hace mucho y que yo me la haya perdido, que la óptica nublada de la infancia me mantenga en la oscuridad. No perdono a mi memoria por no poder anticipar este predicamento.

Mi madre era genial sin esforzarse. Usaba suéteres oscuros, no se ponía maquillaje, tenía el cabello despeinado pero acomodado y a veces usaba pendientes largos, con su apariencia segura y tranquila. Intento copiar su estilo: los anillos que me pongo son suyos, su perfume Chanel No. 5 (que jamás he usado) está en mi tocador y casi nunca me cepillo el cabello. Considero que mi rechazo a aprender cualquier cosa sobre el maquillaje cuenta como una actitud que no requiere esfuerzo.

Sin embargo, no pensar requiere pensar, y no prepararse requiere habilidades para la improvisación. Sí tengo cabello, así que debo pensar en lo que quiero hacer con él. Me pongo calcetines, zapatos y pantalones que me quedan mal, y deseo que mis pestañas fueran más largas y mis manos más pequeñas. Les hablo a mis amigas sobre nuestros pechos y las pastillas anticonceptivas y la mala postura. Me pregunto cuándo todo eso se volverá sencillo.

Me imagino a mi madre practicando y perfeccionando su estilo. En la universidad, apuesto a que dejaba que sus ideas y sus opiniones hablaran por ella, levantando la mano en clase con la frecuencia suficiente como para que sus profesores recordaran su nombre. Me la imagino caminando a clase o al trabajo por Central Park, perfeccionando su andar, dando saltitos en el momento preciso con la postura adecuada, atrayendo miradas.

Si su madre, mi abuela, quería llevarla de compras a Ann Taylor o Eileen Fisher, quizá ella le decía que no, que estaba bien con su ropa de pana. Si su tía abuela Elsie le enviaba perfume por su cumpleaños, quizá se pondría un poco para después decidir usarlo de manera regular porque huele bien, aunque fuera un poco el aroma de una mujer mayor, de la misma manera en que yo a veces me ponía la fragancia de mi tía abuela Joyce en las muñecas porque huele bien aunque también olía a mujer mayor.

Sé (porque la gente me lo ha dicho) que solía escuchar a los Rolling Stones en vinilo. Apuesto a que escuchaba el gemir de Keith Richards en “Memory Motel”: “She got a mind of her own and she use it well. Mighty fine, ’cuz she’s one of a kind” (“Ella tiene una personalidad y sabe cómo usarla. Es grandiosa porque es única”).

Apuesto a que sus amigas pensaban en ella cuando escuchaban esas palabras. Era muy buena, única. Con el tiempo, también intento verme a mí misma en las palabras de Keith.

Cuando Ruth Bader Ginsburg murió, mis amigas y yo estábamos seguras de que Roe versus Wade no duraría. Prefiriendo uno o dos días de calambres a la posibilidad de un hijo, llamé a los consultorios de los médicos con el fin de reservar una cita para un DIU. Mi compañera de piso me acompañó y nos dirigimos al médico bajo la lluvia, compartiendo auriculares y con el agua inundando nuestros zapatos.

“No puede entrar con usted”, dijo la enfermera.

Entré en la habitación y me tumbé en la mesa. Una luz fluorescente golpeaba mientras el médico hablaba. Apreté mi propia mano, levanté el cuello, con los ojos muy abiertos, y me di cuenta de que nunca me había sentido más mujer ni más necesitada de mi madre.

En una de las únicas publicaciones de mi madre en Facebook, de 2011, escribió: “Viendo Thelma y Louise con B. Vaya”.

El descapotable en el que viajan elevándose hacia el Gran Cañón, una imagen feminista y salvaje de desafío hasta la muerte, me dejó helada y permaneció en mi mente durante años. Era la fuerza de la amistad y la muerte más animada que jamás había visto. Atravesaron el Oeste, sin dejar que la suciedad o la sangre se convirtieran en un obstáculo.

Huían de sus maridos, de sus novios, de los violadores y de la policía, pero más bien corrían hacia algo mejor. Llamé a mi mejor amiga y le conté la película con lujo de detalle. Más tarde, me compró una camiseta que decía “Feminista”. Supuse que ser feminista significaba estar animada, sentirse viva. ¿Qué más podría haber estado tratando de mostrarme mi madre?

Mi padre me cuenta historias que recuerda y actúa como mi madre en su ausencia. Hace poco redescubrió “Uptown Top Ranking”, una canción de reggae grabada por Althea y Donna, dos adolescentes jamaiquinas que se metieron en un estudio de grabación en 1977 antes de ver cómo su canción se disparaba a la cima de las listas británicas al año siguiente.

Mi padre la tocaba en el auto una y otra vez y explicaba su origen a quien quisiera escuchar. Durante un cóctel festivo, la puso en el equipo de música y bailó.

“Eran solo dos chicas adolescentes”, exclamó. “¡Grabaron esta canción como una broma!”.

Mi cara se calentó ante la sugerencia de que cualquier cosa sobre Althea y Donna fuera una broma.

“¿Por qué dices eso? ¿Porque son jóvenes y mujeres?”.

Suspiró.

“¿Por qué te haces la víctima? ¿Por qué no eres una mujer segura y fuerte?”.

Dejé que sus palabras surtieran efecto. Para ser fuerte y segura, tenía que canalizar tanta vivacidad como Althea y Donna, como Thelma y Louise. Pero no tenía una canción exitosa ni un auto descapotable. Subí las escaleras y me puse uno de los suéteres de mi madre.

En la mesa de la cena, esperaba que mi silencioso homenaje aflorara mi fuerza. Mi padre notó la tela familiar y me miró con ojos sombríos. Las suaves puntadas del suéter parecían un escudo endeble. Yo quería uno más resistente.

Mi familia solía llamar a la música que le gustaba a mi madre “la música lenta de mamá”. Elton John, Lucinda Williams, Paul Simon, The Velvet Underground. “Tiny Dancer” sonando en la autopista me recuerda sus pies sobre el tablero, su sonrisa cómplice, su mala voz al cantar.

Busco el espíritu en sus gustos: está ahí, pero no es totalmente vivaz. O tal vez no lo recuerdo bien. Si el mejor modelo a seguir que tengo no es preciso, mi definición de mujer se vuelve maleable.

No puedo basarme únicamente en recuerdos borrosos y fragmentados, o en la vivacidad de una mujer que ya no está viva. Debo basar mi feminidad en más influencias que una. Mi tía, periodista. Mi orientadora de la preparatoria, que tenía la misma perforación en el cartílago que yo. Ella me mostró a los Foo Fighters y me dio cálidos consejos.

Cuando conocí al personaje de Juno, interpretado por Elliot Page, compré Red Vines y Sunny-D para ser como ella. Ahora, venero a Amy Winehouse, que era a la vez una judía feroz y un alma torturada. Veo a Lorelai Gilmore, que habla tan rápido y tiene unos ojos tan azules y unos labios tan rojos que me da envidia. Escucho a Lauryn Hill, la reina de la emoción descarnada.

Como escribe Maggie Nelson en “Los argonautas”: “‘La madre de un hijo adulto ve su trabajo terminado y deshecho al mismo tiempo’. Si esto es cierto, puede que tenga que soportar no solo la rabia, sino también mi perdición. ¿Puede uno prepararse para su perdición? ¿Cómo ha resistido mi madre la mía? ¿Por qué sigo deshaciéndola, cuando lo que quiero expresar por encima de todo es que la quiero mucho?”.

Mi madre nunca vio a su hija adulta. Nuestra relación está inacabada. Nunca consigo deshacer su obra; solo anhelo que se complete. Sin embargo, tal vez toda mujer llega a un punto en el que tomarse de la mano es la mejor opción. Tal vez toda mujer deba complementar, añadir fragmentos, forzar la feminidad hasta que se sienta completa, sin esfuerzo. Hasta que tenga lo suficiente de sí misma para expresar —por encima de todo— que quiere mucho a su madre.



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